Por Víctor GIJÓN
A finales de los años setenta, cuando mi buen amigo Isidro Cicero, buscaba las raíces de los míticos guerrilleros Juanín, Bedoya y El Cariñoso, fueron muchas las puertas y bocas que encontró cerradas. Y no era porque no hubiera nada que decir, ni que gritar a los cuatro vientos que aquellos hombres del monte, amigos o familiares, no eran criminales sino luchadores por la libertad. Razones había muchas, pero podía más el miedo. Si recuerdo estos hechos, ocurridos en un país que acababa de estrenar Constitución democrática, es debido a la proliferación de comentarios, quiero pensar que bienintencionados, que reprochan, nos reprochan, que pretendamos remover el pasado con la memoria histórica. Pero si no lo hacemos, si diésemos por bueno que mejor dejar las cosas como están, seguirían existiendo buenos y malos españoles. Y los malos, si no reivindicamos su memoria, serían, ¡vaya contradicción!, los buenos. Los guerrilleros, los que se echaron al monte para evitar terminar en una fosa abierta de prisa y corriendo junto a una cuneta, no eran asesinos sedientos de sangre, como fueron presentados por las autoridades franquistas, intentando así justificar las atrocidades cometidas por las fuerzas del orden (?). Los maquis eran hijos de la desesperación y hermanos de la supervivencia. En la interminable postguerra, que los vencedores llenaron de crímenes, odio y vesania, ser rojo, amigo de un rojo, esposa de un rojo o hijo de un rojo, era pasaporte seguro para la cárcel o el pelotón de fusilamiento. Muchos de los que se echaron al monte lo hicieron para salvar la vida. Por tanto, en la mayoría de los casos no fue una opción. Una vez en el monte había que sobrevivir. Y matar para no morir. Unos eran soldados de la República, pero la mayoría fueron civiles con la mala suerte de verse atrapados en una lucha cainita. La Dictadura les etiquetó como bandoleros y les aplicó leyes de excepción, o directamente la ley de fugas. No faltaron las torturas, la violencia sobre amigos y familiares. Todo organizado y salvajemente metódico. Hubo muertos, heridos, prisioneros, algún traidor, pero, sorprendentemente, no hay noticias de rendidos. De esos hechos pocos eran los que querían hablar y menos aún cuando sabían que su testimonio sería publicado. Pero, ¿qué podían temer si España era de nuevo un país democrático que había recuperado las libertades perdidsa en 1939? Libertad si, pero ahí estaban los vencedores, fuera cual fuera el papel jugado durante el franquismo, pasando página, como si nada hubiera ocurrido. Pero los vencidos seguían siendo los vencidos. La transición pacifica tuvo esas contradicciones. La democracia, esencia de la República, había ganado la batalla 40 años después, pero a quienes la defendieron no se les reconoció su contribución. No fuera a ser que los vencedores pensaran que se les pasaba factura. No parece que sea demasiado pronto para que la sociedad española tenga una visión de conjunto de su pasado cercano. Y hay hechos que pueden ayudar. Ahí esta la demanda de la hija de El Cariñoso, que lleva años luchando para que se la reconozca el derecho a utilizar el apellido Lavín Cobo. Josefina Solano, que nació en la prisión provincial, donde ingresaron a su madre tras torturarla salvajemente, tiene todo el derecho a reivindicar la memoria de ‘El Cariñoso’. Como luchador y como padre. (19 de noviembre de 2010. Publicado en Aqui Diario Cantabria)